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Elogio del libro

Esta semana, el 23 de abril, es el Día Internacional del libro, promulgado por la UNESCO en conmemoración de tres grandes escritores: la muerte de Miguel de Cervantes Saavedra (calendario gregoriano), la muerte de William Shakespeare (calendario juliano) y la muerte de Garcilaso de la Vega. Por tal motivo, queremos  un homenaje a este objeto al que amamos, perfecto vehículo de transmisión de las ideas y de los sentimientos. Y para ello –como no sabríamos hacerlo mejor– hemos preferido reproducir aquí un extracto del Elogio del Libro de José Antonio Pérez-Rioja: El libro, vehículo de las ideas y de los sentimientos.

El libro es el más completo o perfecto vehículo de transmisión de las ideas y de los sentimientos. Como decía Descartes, “los malos libros provocan malas costumbres, y las malas costumbres provocan buenos libros” (Cartas), acaso, porque, según afirmaba irónicamente Lichtemberg (Aforismos), “cuando un libro choca con una cabeza y algo suena a hueco no siempre la culpa es del libro”. “Un libro hermoso –sostenía Balzac–, es una batalla ganada en todos los campos de lucha del pensamiento humano”. El libro, en efecto, contribuye a formar el alma de los pueblos, siendo a la vez un medio de influencia espiritual más eficaz que cualquier otra fuerza –material o no–, pues la lengua, sin el libro, es un alma sin cuerpo, y como hizo notar Azorín, “no es la lengua la que difunde al libro, sino que es el libro el que propaga y crea la lengua”, por la simple razón de ser la palabra la que hace al pensamiento el gran servicio de formarlo, fijarlo y comunicarlo y, a veces, hasta de “darle esplendor”, según el viejo lema de nuestra Real Academia Española. Las palabras, en suma, son siempre el cuerpo de las ideas, y el libro es su mejor y más permanente vehículo: ideas que, inmediatamente unas veces, o más lentamente otras, deciden los destinos del mundo. No es posible negar la decisiva influencia ejercida por el libro en la conducta del individuo y de la sociedad, así como en los cambios que uno y otra han ido produciendo en el curso de los tiempos. Sin Platón, Aristóteles y San Agustín no se hubiera conformado, como lo hizo, el pensamiento medieval. Sin los clásicos griegos y latinos, junto a las nuevas ideas del Cristianismo, no se habría configurado el Renacimiento. Sin la Enciclopedia, de D´Alembert y Diderot, no se explicaría la Ilustración o “Siglo de las Luces”. Sin el Manifiesto comunista, de Marx y Engels, ¿hubiera triunfado la ya hoy periclitada Revolución rusa de 1917? ¿Se nos hubiera revelado el complejísimo universo del psicoanálisis, si Freud no hubiera publicado, en 1899, su Interpretación de los sueños?. Charles Lamb (Últimos ensayos de Elis), convencido de la enorme influencia de las ideas a través del libro, se atreve a decir: “Amo perderme en las mentes de otros… Los libros piensan por mí”. En ese mismo convencimiento, afirma C. Kegan-Paul: “Son los libros los que hablan a la mente, los que cultivan la inteligencia, los que forman el árbol de los conocimientos humanos, cuyas ramas, entrelazándose con las del árbol de la vida, ofrecen frutos comunes a los hombres. “Los libros –observa James Russell-Lowell– son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra”. “Se conquista con la palabra –señala en sus Ensayos don Miguel de Unamuno–. Más ha ganado para España –añade– el Verbo castellano por la pluma de Cervantes en su Quijote, hijo de la palabra, que lo que ganó don Juan de Austria con su espada en la batalla de Lepanto”. El libro –al que en una de sus Greguerías llama “hojaldre de idea” Ramón Gómez de la Serna– tiene, desde sus orígenes, un carácter y una realidad universales. “Cada libro –observa Manuel Vázquez Montalbán, en Las cenizas de Lara– es como una ventana abierta a un paisaje nuevo, a un mundo nuevo” El libro ha sido, es y seguirá siendo el medio más eficaz para difundir las ideas por el ancho mundo. En estos últimos años, tal tendencia universalista se acentúa, quizá porque se ha llegado a reconocer la importancia de la palabra impresa para promover la paz y la comprensión internacional entre los pueblos.

La Declaración de la UNESCO de 1978 (art. III) afirma que “los libros, junto con otros medios de comunicación, por medio de la difusión de la información relativa a los ideales, aspiraciones culturales y exigencias de los distintos países, contribuye a eliminar la ignorancia y la incomprensión entre los pueblos, a sensibilizar a los ciudadanos de un país ante las exigencias y las aspiraciones de los otros, a conseguir el respeto de los derechos y la dignidad de las naciones, de todos los pueblos y de todos los individuos”.

El libro, morada y fuente de saberes. Cicerón invitaba implícitamente a leer cuando aconsejaba (De finibus, I, 1): “No basta con adquirir la sabiduría; es preciso usarla”. Poco después, el poeta hispano-latino Marcial afirma en uno de sus Epigramas: “Conforme vas leyendo, vas creciendo”. “Un buen libro –dirá, más tarde, San Bernardo– te enseña lo que debes hacer, te instruye sobre lo que has de evitar y te muestra el fin al cual debes aspirar”. En el folio 26 del ya citado códice visigótico de la Biblioteca Pública de Toledo se dice que los libros son “corona de prudentes, diadema de los sabios y honor de los doctos”, esto es, que son un “regalo” incluso para quienes han aprendido ya en los libros o sobre el libro de la prudencia, la experiencia o la sabiduría. Y aún se añade que el libro es un “vaso lleno de sabiduría”. “Bien et lealmente” –se afirma en Las Partidas (título XXXI, ley 4) de Alfonso X el Sabio– deben los maestros mostrar sus saberes a los escolares, leyéndoles los libros et faciéndoles entender lo mejor que ellos pudieren” … Y en la ley XI, se añade: “Estacionarios (libreros) ha menester que haya en cada estudio general para ser complido, et que tenga en sus estaciones libros buenos, et legibles, et verdaderos de texto et de glosa”. Richar de Bury (Philobiblion, XV) asegura que “el amor a los libros es el amor a la sabiduría”. Montaigne –gran señor de libros y de saberes– sentencia por su parte (Ensayos, I, 25): “El signo más cierto de la sabiduría es la serenidad constante”. Y el filósofo inglés Francis Bacon (Ensayo de Estudios) lo confirma con estas palabras: “La lectura hace al hombre docto”. Y, todavía subraya (Avance del conocimiento, I): “Las imágenes de los saberes e ingenios del hombre permanecen en los libros, eximidos del error del tiempo y capaces de renovación perfecta… El leer hace completo al hombre”. Nuestro Baltasar Gracián, al hablar de los libros en El Criticón, exclama: “¿Oh, función del entendimiento! ¡Oh, tesoro de la memoria realce de la voluntad, satisfacción del alma, paraíso de la vida!, para subrayar, luego, en el Oráculo manual: “El saber y el valor alternan grandeza. Porque lo son, hacen inmortales: tanto es uno cuanto sabe, y el sabio todo lo puede. Hombre sin noticias [sin libros], mundo a oscuras”. El genial compositor alemán Ludwig van Beethoven declaró en alguna ocasión: “Siempre me he esforzado desde la infancia en estudiar los libros elevados y doctos de los sabios de otros tiempos”. Esta idea del libro como morada o fuente de saberes persiste, asimismo, a lo largo de los siglos XIX y XX: “Leer es saber –dice el poeta francés Alphonse de Lamartine (Escritos)–. Leyendo se han formado hombres eminentes en las ciencias y en las artes”. El pensador norteamericano Ralph Waldo Emerson (Ensayos), dirá: “Si nos encontramos con un hombre de talento excepcional debemos preguntarle qué libros ha leído”. El moralista británico Samuel Smiles (Caracteres) lo corrobora con estas palabras: “El libro es una voz siempre viva, un sabio a quien de continuo se escucha”. Por su parte, el escritor alemán Gustav Freytag (Pensamientos), afirma: “Los libros son los grandes guardianes de los tesoros del género humano. Ellos conservan de un siglo a otro lo mejor que fue pensado o inventado y nos dan a conocer la vida anterior sobre la Tierra”. Esa misma idea aparece en uno de los artículos de nuestro fino escritor satírico y periodista Mariano José de Larra: “Todos los sabios de la Tierra han necesitado llenar las bibliotecas del orbe con los productos de su ingenio para que la humanidad haya dado algunos pasos en la senda de la civilización”. Carlyle (Los héroes), por su parte, consideraba una colección de libros como “la verdadera universidad de nuestro tiempo” concepto éste que, desde el mismo siglo XIX, inspiró la nueva concepción de las bibliotecas públicas, sobre todo, en Inglaterra y los Estados Unidos de América, y posteriormente, en el resto de los países de Occidente. Ya en el XX, el ilustre bibliotecario argentino Domingo Buonocore (El mundo de los libros) afirma: “El amor a los libros –esto es, la auténtica bibliofilia– se define esencialmente como el amor a la sabiduría, a la cultura, a la inteligencia creadora”. Sí, como dice la Biblia, “lo primero es el verbo”, según Laín Entralgo (Notas para una teoría de la lectura”, “el libro es la morada de la palabra”, lo que, en otros términos, afirma también William Bodwin, en uno de sus artículos: “El que ama la lectura tiene todo bajo su alcance. Bástale el desear y poseerá en sí mismo toda clase de sabiduría para juzgar y poder actuar”.

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